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jueves, 23 de febrero de 2017

Prólogo del libro "Los secretos del Escarabajo"




Soy un colegio evolucionado. Exitoso, según muchas personas que me conocieron bien. Peligroso, según otras. Pionero en los grandes cambios que necesitaba la educación, de acuerdo a algunos profesores. Irreverente con la educación tradicional, en opinión de múltiples educadores. 

 No hay una opinión definitiva acerca de mi. He sido transgresor y he generado controversias, eso está claro. Pero entre los otros colegios, tengo muchos admiradores y algunos de ellos han seguido mis pasos con gran entusiasmo. Unos pocos, lamentablemente, lo han hecho a regañadientes. Ni siquiera el Ministerio de Educación se atreve a catalogarme. Nadie en el sistema educacional ha quedado indiferente frente a mi metamorfosis. Yo era diferente y probablemente hubiese sido rápidamente condenado y cerrado, si a comienzos del siglo XXI, la educación no hubiese estado fuertemente cuestionada y mi existencia no hubiese dado una pequeña luz de esperanza al ser humano frente a la crisis existencial que estaba enfrentando entonces. 

Esta es mi historia. Una historia de transformación dolorosa e incierta, que influyó decisivamente en la sociedad humana. Mi tarea consistía en preparar a los humanos para enfrentar el futuro. Y mientras el futuro era predecible y los cambios culturales eran graduales, pude hacer mi trabajo razonablemente bien. Pero el extraordinario progreso de la ciencia y la tecnología nos catapultó hacia una era de cambios acelerados y el futuro se transformó en un territorio incierto y peligroso. ¿Cómo preparar a los humanos para un futuro desconocido? Esa era la pregunta que me dejaba sin dormir. Y aunque el sistema educacional estaba concebido como un mecanismo esencialmente conservador de la cultura, todo parecía indicar que había que cambiar el modelo educativo. ¿Quién osaría desafiar al sistema? 

Por circunstancias que ustedes ya conocerán, me tocó a mi ser el gran transgresor. Fui el colegio que comenzó la “Gran Revolución Educativa”. Confieso que yo no lo busqué. Sencillamente me sucedió. Fue como si todas las energías cósmicas se alinearan para producir una serie de casualidades que gatillaron mi transformación.

Comencé a educar niños humanos hace más de 100 años. Nací en Las Condes un pequeño pueblo al oriente de Santiago, cerca de 1920. Era un pequeño jardín infantil conocido como “El Escarabajo”, nombre que jamás lograría despintarme a pesar de que con el paso de los años, crecí hasta abarcar toda la educación secundaria. En la cultura de ese entonces, las mariquitas eran señal de buena suerte. Nadie se atrevió a cambiarlo. Pero no siempre fui un “bicho” raro…

En mi infancia, yo fui un colegio bastante tradicional. En ese entonces, el profesor era el actor fundamental, tenía autoridad. Era el dueño de la verdad y usaba zanahorias y garrotes (premios y castigos) para disciplinar a sus alumnos. Estos niños, motivados principalmente por el miedo, adquirían conocimientos estandarizados y aprendían a obedecer y respetar las jerarquías, con gran énfasis en valores absolutos. La religión definía la línea entre el bien y el mal, sostenía las creencias y supuestamente regía la conducta estudiantil. Los libros eran la principal fuente de sabiduría. Las bibliotecas era lugares sagrados. El currículo estaba fragmentado y las clases eran frontales, de tiza y pizarrón, caracterizadas por un largo monólogo del profesor que exigía atención e inmovilidad de sus estudiantes. La disciplina era rígida y quien no se adaptaba al sistema, sencillamente era expulsado. La cultura autoritaria del aula se extendía por toda la institución, las jerarquías eran evidentes y todo el quehacer pedagógico se centraba en la enseñanza con una orientación industrial. Nuestro objetivo era preservar la cultura y los valores, manteniendo la estabilidad de la sociedad humana. Intentábamos transmitir los aprendizajes de las generaciones anteriores y pretendíamos conservar las tradiciones. Mirábamos mucho al pasado. Éramos conservadores y tan resistentes al cambio, que aun existen muchos colegios tradicionales.

En mi adolescencia, me transformé en un colegio moderno. Después de las guerras del siglo XX, la ciencia se hizo todopoderosa y prometía encontrar al “relojero”. Todo tenía una explicación científica. La autoridad del profesor se relativizó. Los valores religiosos también. Las creencias debían ser medibles y demostrables empíricamente. Me llené de laboratorios y de tecnología. Había que ser más eficiente y lograr que todos nuestros alumnos pudiesen ser productivos. El progreso, impulsado por la ciencia y la tecnología, seducía al mundo e influyó decisivamente en el ambiente educacional. La objetividad era esencial. Nuestros estudiantes debieron aprender a ser escépticos, a usar el método científico para resolver problemas y a obtener buenos resultados en pruebas estandarizadas, exámenes que literalmente abrían las puertas de la educación superior. Nuestros procesos debieron optimizarse y estandarizarse. Mandaba entonces el tratamiento estadístico de los resultados y comenzó a medirse la “calidad” para conseguir un ambiente competitivo intentando fomentar el esfuerzo continuado y el progreso permanente. La eficiencia primaba como criterio general y la ambición era la energía impulsora hacia el éxito. Se fomentó una cultura de exploración, el pensamiento racional y la especialización. El sistema educativo se orientó a formar personas autónomas, productivas, capaces de aprender y emprender. El futuro era promisorio y predecible…
         
Yo quería ser el mejor. En mis aulas hubo más dialogo y las tareas aumentaron drásticamente. Nuestra intención era maximizar el aprendizaje ante el aumento explosivo del conocimiento. Y no dábamos abasto.
        
La cultura pragmática de entonces, giraba alrededor del aprendizaje, con énfasis en las evaluaciones para fomentar la competencia. Y justamente cuando todo parecía bajo control y obtuve el mayor éxito de mi historia educativa, ocurrió un evento inesperado, que me provocó una gran crisis existencial y precipitó mi metamorfosis más angustiante. Como muchas veces ocurre, cuando el futuro está lleno de certezas, entonces, ¡ocurre lo imposible

Avanzaba con plena normalidad hacia mi adultez, cuando viví un verdadero terremoto que removió mis cimientos e inició un proceso de transformación profunda que ya conocerán. Pronto me convertí en un colegio diferente, un bicho raro en el sistema educativo. Un colegio que miraba al interior del alumno y que reconocía el valor de la mirada subjetiva. Fue entonces cuando en nuestra comunidad, la verdad dejó de ser absoluta y la interpretación personal comenzó a ser relevante. Se reconoció la validez del punto de vista ajeno. Y el respeto por la vida comenzó a ser la energía que movía a la institución. La educación se personalizó. Cada estudiante tenía un camino propio que recorrer y nos esforzamos en que así lo hiciera. El aprendizaje estaba basado en experiencias y la metodología sufrió cambios espectaculares. El proceso educativo se centró en el auto-aprendizaje apoyado por tutorías. 

Se formó una cultura ecológica e inclusiva, donde la diversidad era señal de salud, donde imperaba la cooperación, la tolerancia y el sentido de comunidad. El aula se amplió física y temporalmente y el ambiente emocional adecuado fue la principal receta para educar bien. 

El rector implementó cambios metodológicos basados en psicología de vanguardia y en sabiduría ancestral. Fomentó la intuición y la mirada sistémica. Aunque tenía un arma secreta para expandir la conciencia del estudiante que se estancaba en algún proceso de su desarrollo. Muy pocos sabían en qué consistía, pero los resultados eran tan dramáticos, que comenzaron a circular rumores: magia, alquimia, drogas… 

Fue entonces cuando comencé a ser leyenda. Mis estudiantes demostraban avances tan extraordinarios que mis procesos educativos fueron declarados “sospechosos”. Superé esta dura etapa, enfrentando numerosas incertidumbres. Un nuevo rector debió hacerse cargo de mi. Y también trajo muchas sorpresas bajo su brazo. Aunque fue continuador de la transformación liderada por el rector anterior y usó las mismas estrategias, el nuevo rector tenía su propio sello. Su mirada apuntaba hacia la creatividad. Privilegió el desarrollo de la imaginación. Concebía a la educación como un proceso de desarrollo espiritual. Fomentó los talentos y se basó en los avances de la neurociencia y la física cuántica para generar los cambios más significativos. Procuraba modificar la arquitectura neuronal de los estudiantes mediante la meditación e introspección, intentando convertirlos en seres verdaderamente originales. Pero su impronta más característica era intentar educar a sus alumnos para alcanzar la felicidad. Incorporó una serie de nuevas didácticas orientadas a fomentar la creatividad, identificar áreas de bienestar y encontrarle sentido a la vida. Lideró otro gran cambio de modelo educativo y como era de esperarse, también provocó resistencias. Sobre todo porque los resultados inicialmente no fueron promisorios. Solo cuando centramos el proceso educativo en el co-aprendizaje y el trabajo en equipo, los resultados mejoraron como por milagro.

Y si de milagros hablamos, la llegada de una alumna muy especial, fue la gota que terminó por destruir cualquier vestigio del colegio que fui antaño. Ella probó que los seres humanos siguen evolucionando. Están superando al hombre moderno. Solo necesitaban el ambiente adecuado. Ella fue la primera de una nueva generación de humanos superdotados que necesitaban otro tipo de educación. Observadores y al mismo tiempo creadores de una nueva civilización. Y en consecuencia, yo debí adaptarme a ellos y no al revés, en lo que supuso mi cambio más radical. Reconocer y educar para la no-dualidad.

Así fue como recorrí un camino que antes no existía. Salí del estancamiento y la circularidad de la enseñanza humana tradicional y entré en la espiral del aprendizaje moderno, superando las promesas tanto del auto-aprendizaje como del co-aprendizaje de la postmodernidad para finalmente facilitar la expansión de conciencia que la especie humana necesitaba con tanta urgencia.

Desde la perspectiva que me dan los años, mi transformación influyó en los seres humanos, la especie dominante del planeta Tierra, preparándolos para tomar conciencia de que colectivamente son custodios temporales de la magnifica manifestación de la naturaleza en un pequeño rincón del universo y de que la evolución seguirá su curso inexorable, dejándolos atrás como los primeros seres que realmente fueron socios de la evolución en el emprendimiento más hermoso que jamás fue imaginado. La vida.

Pero los humanos están perdidos. Hoy buscan a los responsables de las muchas patologías sociales que ellos mismos han creado: la delincuencia, la pobreza, la corrupción, el terrorismo, el consumismo, el autoritarismo y el cambio climático, la contaminación y la deforestación. No comprenden que todos estos males de la civilización son síntomas de  una letal enfermedad humana: el amor egoísta e irresponsable. Temo que la humanidad preferirá condenarse a la extinción que reconocer con humildad que olvidaron a amar con el corazón. 

En mi fuero interno sin embargo, mantengo la esperanza de que los seres humanos puedan recapacitar a tiempo y que alcancen a reencontrarse con la manera de vivir que los hizo poblar la Tierra, antes de que ellos se extingan o que el planeta azul los destierre. Esa forma de vida que se basa en un amor sano y responsable. Y no me refiero a un sentimiento cinematográfico. Estoy hablando de la energía fundamental que mueve al universo.

Espero que mi existencia haya tenido sentido. Deseo que florezcan muchos colegios dedicados a expandir la conciencia humana, generando condiciones para que los jóvenes se potencien en infinita diversidad y que las nuevas generaciones de la especie homo sean mejores versiones que los sapiens. Confío en que los hijos de los humanos aprenderán a vivir en armonía con las fuerzas de la naturaleza, educando su conciencia para apreciar los milagros del presente.

Reconozco que la historia que les acabo de relatar no es humana. Es que no soy humano. Ningún colegio puede expresarse como humano, tal como ningún humano puede pensar o sentirse como un colegio. Por eso, debo recurrir a 3 educadores que pueden contar mucho mejor que yo, la metamorfosis educativa que sufrí: La revolución del escarabajo rebelde.


Luego de que lean las narraciones de los dos rectores que lideraron mi transformación, la de la psicóloga que los escoltaba y de su extraordinaria hija, comprenderán mejor que esta es una historia de amor.

lunes, 20 de febrero de 2017

La última película de Ricardo Larraín

Durante los 18 días de vacaciones, he estado ocupado en un proyecto nuevo. Una novela que relata la historia de transformación de un colegio. En realidad es un guión, porque está pensado como una película, en homenaje al cineasta Ricardo Larraín, con quien me unió una fugaz pero profunda amistad. Hace un poco más de un año, lo invité a participar en este proyecto, y aceptó honrado y encantado aunque él ya sabía que nos dejaría pronto. En cosa de días, había fallecido.

Sin embargo, debo decir que me sentí apoyado y acompañado por su energía durante este verano y toda la inspiración que alimentó la narrativa de esta historia proviene de sus "segundos de oscuridad"... Ahora que el argumento general de la historia está escrito, la tarea es transformarla en un libro y ojalá finalmente en una buena película. 

En palabras de Larraín: “En el cine el movimiento no existe, es una creación de la mente, lo que entendemos como movimiento es en realidad una secuencia de imágenes que corren a tal velocidad que crean en nuestros cerebros la ilusión del movimiento." 
“Entre cuadro y cuadro existe un espacio de oscuridad: es ahí en donde se produce el aprendizaje que importa. La educación del futuro tiene que ver con aprender a utilizar esos segundos de oscuridad. El cuerpo es la cerradura del presente, y el presente la puerta de entrada a la conciencia, a esos segundos de oscuridad. La vida consiste en aprovechar esos segundos de oscuridad”. 

Ricardo Larraín sostenía que ese espacio de oscuridad era un contenedor infinito de conocimientos que hoy no estamos utilizando y que nos podría ayudar a comprender mejor nuestro potencial como especie. Sin lugar a dudas, estaba hablando de los registros akáshicos de las religiones ancestrales o del inconsciente colectivo de Carl Jung. 

"Los seres vivos respiran, laten, todo en la naturaleza parece estar enraizado en esa alternancia y complemento que significa, por ejemplo, inspirar y expirar, expandir y contraer, como la marea, ir y venir, en un constante balanceo o vibración. Esos movimientos son la expresión misma de la vida que se manifiesta en ellos. Puede verse como una oscilación entre dos polaridades que se complementan haciéndose indivisibles". 

El ritmo de la vida del que habla Ricardo es el yin y el yang de la existencia. Luz y oscuridad. Día y noche. Vida y muerte. Bien y mal. 

Y allí, en la oscilación entre uno y otro, se produce el cambio. La adaptación. La evolución. El entendimiento. El aprendizaje. La inspiración. 

Según él, necesitamos conectarnos con el silencio profundo de la oscuridad para orientarnos en los momentos de crisis. Creo interpretarlo bien, cuando señalo que, los humanos debemos aprender a encontrar esa fuente de sabiduría. Y nada en la educación de hoy, nos orienta hacia allá. Una lástima por los niños. 

Por eso la transformación del colegio es descrita desde las crisis existenciales que viven, tanto el propio colegio, como dos de sus rectores y por supuesto, también una estudiante muy especial. Una niña diferente, que será la esperanza para el futuro de la Humanidad. La transformación educativa es relatada desde las noches de oscuridad de estos personajes, entendiendo que sus propuestas son posibilidades para orientar el cambio que necesita la educación del siglo 21. Una educación que incorpora la emoción, la imaginación y la evolución. Y si tenemos éxito, este libro no solo será un faro que ilumine la nueva pedagogía sino que se convertirá en la última gran película de Ricardo Larraín.